Borges, el ciudadano

Illustration: Citizen Kane’s movie poster by RKO

Me encargaron hacer una monografía para la universidad. Debía tratar sobre la célebre obra de Orson Welles, Citizen Kane. El film es harto conocido y no precisa de mayores presentaciones. Además, la cantidad de material crítico que hay sobre ella en internet es abrumadora. Es muy probable que poniendo todo eso junto sea posible obtener una imagen de Welles. Razón más que suficiente para bucear lo más profundo posible a fin de averiguar quiénes han dicho qué cosas sobre la película, para no repetir.

Cuando se estrenó en 1941, el filme no obtuvo una consagración inmediata; más bien su fama ha ido creciendo con el tiempo, como le pasa a las grandes obras. Shklovski —acaso el primero de los formalistas rusos— decía: “El gran arte contradice su propio tiempo permaneciendo en la primera línea, o, moviéndose hacia adelante”. Y las obras que son escritas o producidas con este precepto en mente, en general, tardan en ser comprendidas. Pueden pasar una o dos generaciones hasta que lo sea. Echo que ocurre cuando la obra alcanza su tiempo verdadero. Es ahí cuando la consagración llega.

Si bien, en un principio, la película no recibió demasiados elogios, tampoco tuvo muchos detractores, pero sí tuvo detractores importantes. Entre estos últimos estaba la opinión —nunca trasparente, siempre polémica— de Jorge Luis Borges, dada en ese modo tan particular de injuriar que tenía él. Estilo que desde los inicios de las letras argentinas se ha vuelto una costumbre en nuestro país. Es probable que Borges lo haya perfeccionado leyendo las diatribas entre Sarmiento y Alberdi, que no se tiraban con pelusas en los ramos de flores, ni siquiera con cañonazos, sino con algo un poco más fuerte: pura retórica.

La primera vez que Borges vio la película opinó que era un laberinto sin centro.

En un texto crítico titulado “Un film abrumador”, aparecido en Revista Sur Nº 83 en agosto de 1941, Borges decía que la película tenía dos hilos argumentales:

El primero, de una imbecilidad casi banal, quiere sobornar el aplauso de los muy distraídos. Es formulable así: un vano millonario acumula estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, diamantes, vehículos, bibliotecas, hombres y mujeres; a semejanza de un coleccionista anterior (cuyas observaciones es tradicional atribuir al Espíritu Santo) descubre que esas misceláneas y plétoras son vanidad de vanidades y todo vanidad, en el instante de la muerte, anhela un solo objeto del universo ¡un trineo debidamente pobre con el que en su niñez ha jugado! El segundo es muy superior. Une al recuerdo de Koheleth el de otro nihilista: Franz Kafka. El tema (a la vez metafísico y policial, a la vez psicológico y alegórico) es la investigación del alma secreta de un hombre, a través de las obras que ha construido, de las palabras que ha pronunciado, de los muchos destinos que ha roto.

Coincido con Borges en su síntesis argumental. Un poco más adelante hace una comparación con uno de los motivos que más aparece en sus textos, el laberinto:

En uno de los cuentos de Chesterton –The Head of Caesar, creo–, el héroe observa que nada es tan aterrador como un laberinto sin centro. Este film es exactamente ese laberinto.

Por último, agregaré también su comentario final sobre la película:

La ejecución es digna, en general, del vasto argumento. Hay fotografías de admirable profundidad, fotografías cuyos últimos planos (como las telas de los prerrafaelistas) no son menos precisos y puntuales que los primeros.
Me atrevo a sospechar, sin embargo, que Citizen Kane perdurará como “perduran” ciertos films de Griffith o de Pudovkin, cuyo valor histórico nadie niega, pero que nadie se resigna a rever. Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra. (Borges, 1941)

Por supuesto, la manera de criticar de Borges se asemeja un poco a escupir frases irónicas, una tras otra, muchas veces en doble sentido; cosa que a Welles no le cayó demasiado bien. Borges sopapea y acaricia en la misma frase. La crítica norteamericana siempre es grandilocuente y da muestras claras de la posición del autor con respecto a la obra. Mientras que para Borges, nacido en la vasta pampa argentina —donde existe un curioso desdoblamiento del sentir que podríamos llamar amor-odio— siempre es posible dejar un filo escondido bajo el pocho. En la cultura norteamericana no hay esta costumbre.

Algunas décadas después, en 1983, en un programa de entrevistas llamado My Lunches with Orson, que conducía Henry Jaglon, Welles interpretó que debía defenderse:

Siempre supe que al propio Borges no le había gustado. Dijo que era pedante, que es una cosa muy extraña de decir al respecto, y que se trataba de un laberinto. Y lo peor de un laberinto es que no hay manera de salir. Y esta es una película de laberinto sin salida. Borges es medio ciego. Nunca olvides eso. Pero sabes, yo podría entender que él y Sartre simplemente odiaban a Kane. En sus mentes, ellos veían –y atacaban– algo más. El problema son ellos, no mi obra.

De la crítica de Borges a la película se habló mucho, al igual que de todo lo que opinaba. Cabían dos lecturas posibles: que la había defenestrado, y que la había alabado. La respuesta correcta para mí sigue siendo cincuenta y cincuenta.

Con el tiempo Borges reconoció —también en su particular manera de reconocer— que la película no le había gustado aquella primera vez que fue vista en 1941. Sin embargo, dijo haberla visto de nuevo. Y esta segunda vez sí le había parecido una película excelente.

Aquí reproduzco un párrafo de la entrevista que le hizo Richard Burguin en 1969, donde Borges cuenta su segunda impresión sobre la película:

Burguin: No, no la he visto. ¿Qué le parece El ciudadano Kane?
Borges: Me pareció una muy buena película. La vi apenas estrenada y no me gustó. Me pareció un imitación de Josef von Sternberg. Me pareció que von Sternberg lo hacía mejor. Entonces volví a verla y pensé, bueno, Orson Welles ha inventado el cine moderno. Me parece un film excelente. Pero, por supuesto está tomado de otra película llamada El poder y la gloria (The Power and the Glory, William K. Howard, 1933), usted se acordará, con Spencer Tracy. Es la historia de un hombre de negocios que muere y comienza con su funeral y luego su amigos comienzan a hablar de él, la historia comienza como si fuera un rompecabezas, el esquema, el patrón es más o menos el mismo que en El ciudadano Kane, pero El ciudadano Kane es mejor. La vi como una película excelente, el hecho del palacio, por ejemplo, de ese enorme edificio tan odioso. Quiero decir el lujo y la fealdad y la soledad esencial del protagonista, y el hecho de que sea un personaje poco querible, pues es poco querible ¿no? (Burguin, 1969)

Cuando Borges vio por primera vez la película en 1941, su visión todavía no había sido afectada por la ceguera. Recordemos que ésta comenzó alrededor del año 1955, cuando él tenía 56 años, a causa de una diabetes crónica, que de forma paulatina —como un lento atardecer, solía decir él— fue nublando sus ojos. No sabemos en qué año vio la película por segunda vez. Pero sabemos que fue cinéfilo hasta que su problema de visión comenzó a manifestarse. Podemos suponer entonces que Borges ha visto la película por segunda vez mientras tenía una buena visión.

De todas maneras, no es la idea de este ensayo sacar a relucir el óxido de viejos resquemores —si es que los hubo—. Más bien intento mostrar que Borges, no sólo que admiraba el trabajo de Welles, sino que es muy probable que en sus últimos años, los del hombre restringido al departamento por la ceguera pero asentado en su literatura, haya recordado —en alguna de esas noches en las que se quedaba en la cama pensativa escribiendo con la mente— las ideas contenidas en la película de Welles, y que las haya tomado para crear al menos dos o tres de sus últimos textos; pero con seguridad, al menos dos.

Citizen Kane by Orson Welles.

Me gustaría reproducir aquí —o transponer, en este caso— una de las escenas finales del film para recordar cuáles eran esas ideas, que con claridad están en la película y que posiblemente Borges haya tomado para sus textos:

A la manera del más poderoso de los faraones egipcios, Kane había ido coleccionado objetos y personas a lo largo su vida. Había llenado Xanadú —su inconmensurable mansión, que a la vez fue también su tumba— con centenares, miles de reliquias, pinturas y esculturas de todas partes del mundo. Y ahora que había fallecido, sin herederos a la vista, una docena de personas —entre empleados, periodistas y organizadores— se abocan a la extenuante tarea de catalogar y valuar cada una de las piezas para su posterior remate.
La mayoría de esas piezas todavía se encuentran en su caja de embalaje. Kane nunca las ha vuelto a ver. Los catalogadores encontraron, en los depósitos de la mansión, esculturas griegas, pinturas de remotos lugares, porcelana china, trofeos de plata, y hasta un templo birmano y parte de un castillo escocés. Tal es el tamaño de la mansión de Kane, quien a la hora de morir, había sido mucho más modesto. Murió pronunciando una última palabra: “rosebud”.
—¿Cuánto estima que vale todo esto, señor Thompson? —pregunta Raymond, el mayordomo.
—Millones —asegura Thompson.
—Seguro le gustaba coleccionar cosas —dice Raymond.
—Todo y de todo.
—Un típico cuervo, ¿no? —dice el mayordomo.
—Me pregunto: si pusiéramos todo esto junto, los palacios, las pinturas, los juguetes, todo. ¿Qué cree que veríamos? —propone el que parece ser el capataz.
El resto de los empleados y periodistas hace un alto en sus tareas para oír lo que Thompson, el investigador del significado de “rosbud”,  tiene para decir al respecto.
—¿A Charles Foster Kane? —dice dubitativo Jerry Thomson.
— ¿Y “rosebud”? —pregunta un hombre del grupo que tiene una pipa en la boca.
—¿Qué te parece Jerry? ¿Qué es “rosebud”? —dice una mujer que sostiene una caja con piezas sueltas de un rompecabezas.
—Fue lo último que dijo cuando estaba muriendo —asegura Raymond.
—¿Pudiste averiguar lo que significa? —pregunta uno que pasa.
—No, no lo hice —dice Jerry Thompson.
—¿Qué averiguaste sobre él? —pregunta otro.
—No mucho, en realidad —responde Thompson abrumado. Le quita de las manos el rompecabezas a la mujer—. Será mejor empezar —agrega mientras lo observa.
—¿Y qué hiciste todo este tiempo? —se indigna un hombre que está delante del grupo y que sostiene un maletín.
—Jugar con rompecabezas.
—Si hubiese descubierto el significado de la palabra “rosebud” seguro que habría podido explicarlo todo —protesta la mujer.
—No, no lo creo. No. Kane era un hombre que tenía todo lo que quería —explica Thompson—. Quizá “rosebud” fue algo que no pudo tener o que tuvo y perdió. Por lo que no habría explicado nada. No creo que una palabra pueda explicar la vida de un hombre. No. Supongo que “rosebud” es solo otra pieza en un rompecabezas. Una pieza que falta.
Thompson se pone el abrigo. La docena de personas que lo rodean se quedan observándolo en silencio.
—Bueno, vámonos —dice Thompson al fin—. Perderemos el tren.

Creo que la escena exhibe las dos ideas fuerza de la película. Por un lado, la idea de que si los empleados pusieran todas las posesiones de Kane juntas, verían el rostro de Kane. Y por el otro, la idea de que la última palabra pronunciada por Kane, “rosebud”, esconde el significado secreto de la vida de un hombre. Ergo, de todos los hombres. ¿Y porqué no, de todo el universo?

Los primeros dos textos de Borges a los que voy a referirme se encuentran en El libro de arena, de 1975. Cuando Borges lo dictó ya era mayor —tenía 76 años— y carecía de la vista. No sé por qué imagino que ocurría de noche. Pero supongo que fue acostado en su departamento de la calle Maipú al 900, que Borges habrá pensado durante muchas horas en la película de Welles; en la idea de que una sola palabra puede resumir la vida de un hombre. Habrá estado rumiando palabras y armando frases hasta el amanecer, esperando la llegada de la secretaria, a la que ni bien llegara pensaba dictarle lo que había mascullado por la noche.

Así debió ocurrírsele el cuento “Undr”, que trata sobre un poeta islandés de nombre Ulf Sigurdarson, de la estirpe de los skalds, que recorre el norte de Europa en busca de los urnos, una tribu hombres cuya poesía —se sabe— consta de una sola palabra. Sigurdarson no puede oír la palabra. Pregunta, pero todos los que la oyeron han jurado no revelarla. Debe buscar solo. La única manera de dar con la palabra es vivir, tener todas las experiencias de que es capaz un hombre. El personaje de Borges narra:

Fui remero, mercader de esclavos, esclavo, leñador, salteador de caravanas, cantor, catador de aguas hondas y de metales. Padecí cautiverio durante un año en las minas de azogue, que aflojan los dientes. Milité con hombres de Suecia en la guardia de Mikligarthr (Constantinopla). A orillas del Azov me quiso una mujer que no olvidaré; la dejé o ella me dejó, lo cual es lo mismo. Fui traicionado y traicioné. Más de una vez el destino me hizo matar. Un soldado griego me desafió y me dio la elección de dos espadas. Una le llevaba un palmo a la otra. Comprendí que trataba de intimidarme y elegí la más corta. Me preguntó por qué. Le respondí que de mi puño a su corazón la distancia era igual. En una margen del mar Negro está el epitafio rúnico que grabé para mi compañero Leif Arnarson. He combatido con los Hombres Azules de Serkland, los sarracenos. En el curso del tiempo he sido muchos, pero ese torbellino fue un largo sueño.

Borges se vale de la enumeración caótica. Welles, en cambio, hace que la cámara sobrevuele un interminable depósito repleto de objetos; todo lo que Kane ha coleccionado a lo largo de su vida. Tanto en la película como en el cuento se menciona la palabra. Para Welles, esa palabra es “rosebund”. Para Borges es “undr”. En ambos está la idea de que esa palabra, que sintetiza toda una vida, es distinta para cada hombre. Welles lo deja a la interpretación del espectador. Borges lo explicita en el último párrafo.

Otro cuento de Borges con el mismo argumento es “El espejo y la máscara”. También se encuentra en El libro de arena. De hecho, ambos cuentos se encuentran uno detrás de otro. A Borges no le preocupaba en absoluto que cualquier lector pudiera darse cuenta de que se plagiaba así mismo. Más justo sería decir que se jactaba de escribir más de un poema, más de un cuento o más de un ensayo con el mismo argumento o tema. Así tenemos, por ejemplo, los poemas “Proteo” y “Otra versión de Proteo” en Rosa Profunda (1975). Los libros Inquisiciones y Otras inquisiciones. Incluso hay dos poemas titulados “Buenos Aires” en El otro, el mismo (1964). Los ejemplos podrían continuar.

En “El espejo y la máscara”, un rey nórdico le encarga a un poeta que escriba una loa a su última victoria. Le da un año para que escriba el poema. El poeta vuelve al término del plazo y lee su poema. El rey aprueba pero le vuelve a hacer el mismo encargo, esta vez, más breve. Luego hay una segunda vez y una tercera. El poema, a pesar de ser cada vez más breve, es cada vez más abarcativo. En su última visita, el poeta trae una sola línea en la memoria. Se la dice en el oído a su rey para que nadie más pueda oírla. Ese solo verso encierra todas las historias y todas las bellezas de su cosmos. El poeta se suicida y el rey abandona el reino.

Quizá sea este el caso que menos se parece a la idea de Welles, porque aquí no es una palabra lo que se persigue sino una frase, un verso memorable.

El depósito de Xanadú, la mansión de Kane.

En la otra línea argumental, la película de Welles trabaja la idea de la acumulación de objetos que en suma muestra el rostro del acumulador. Esta idea es sintetizada por Borges en un poema titulado “La suma”, que se encuentra en el último libro que Borges dictó: Los conjurados (1985).

LA SUMA

Ante la cal de una pared que nada
nos veda imaginar como infinita
un hombre se ha sentado y premedita
trazar con rigurosa pincelada
en la blanca pared el mundo entero:
puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
ángeles, bibliotecas, laberintos,
anclas, Uxmal, el infinito, el cero.
Puebla de formas la pared. La suerte,
que de curiosos dones no es avara,
le permite dar fin a su porfía.
En el preciso instante de la muerte
descubre que esa vasta algarabía
de líneas es la imagen de su cara.

 

A la hora de escribir estas líneas, supongo que Borges pensó varias veces en El ciudadano, esa película de Welles que por algo no le había gustado aquella primera vez. Sobre todo debe haber pensado en esa última y horrorosa escena donde se exhiben todas las posesiones de Kane, que juntas, podrían dar forma a la imagen de su rostro. Borges no puede contenerse, escribe el poema porque ese recuerdo le resulta ahora exasperante, porque la noche, porque escribir se trata de eso: sumar una línea más al dibujo general del universo.

 


Citizen Kane. Año: 1941. Director: Orson Welles. Intérpretes: Orson Welles, Joseph Cotten, Dorothy Comingore, Everett Sloane, Ray Collins, George Coulouris, Agnes Moorehead, Paul Stewart, Ruth Warrick, Erskine Sanford, William Alland. Guión: Herman J. Mankiewicz, Orson Welles y John Houseman (no acreditado). Música: Bernard Herrmann. Fotografía: Gregg Toland. Montaje: Robert Wise. Blanco y negro. R.K.O. Pictures.
Borges, Jorge Luis. “Un film abrumador”, en Revista Sur, Año X, Nº 83, pp. 88-89, agosto de 1941.
Borges, Jorge Luis. “Undr”, El libro de arena (1975) en Obras completas. Tomo III, pp. 48. Buenos Aires: Emecé Editores, 1991.
Borges, Jorge Luis. “El espejo y la máscara”, El libro de arena (1975) en Obras completas. Tomo III, pp. 45. Buenos Aires: Emecé Editores, 1991.
Borges, Jorge Luis. “La suma”, Los conjurados (1985) en Obras completas. Tomo III, pp. 470. Buenos Aires: Emecé Editores, 1991.
Burguin, Richard. Conversations With Jorge Luis Borges. New York: Holt Rinehart Winston, 1969.


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