Crónicas del Cabify VII

Nueva York, el capitalismo, pensar y decir

Lunes otra vez. Vine a la computadora a escribir mi crónica de los lunes y me encontré con un archivo que había empezado a escribir y quedó sin terminar. La idea era publicarlo en mi blog el lunes 9 de enero. Se titulaba “Después de las fiestas” porque hablaba de los pasajeros que habíamos llevado, Many y yo, a visitar a sus parientes en Navidad, Año Nuevo y Reyes. Algunos de esos pasajeros, que iban tarde, habían olvidado comprar un regalo, y nos pidieron que nos detuviéramos en un “ramos generales” para bajar a comprar algo de apuro. Servía cualquier cosa, cualquier negocio con tal de no caer con las manos vacías. Incluso servía si era una farmacia abierta de par en par que tuviera perfumes medio pelo para llevar como algo inolvidable. En el archivo también contaba que había pasado Año Nuevo con mi mujer y los chicos en un restaurante de la Avenida Santa Fe al 1234, en una fiesta en la que ambos rogábamos que terminara y no, porque estábamos entusiasmados con las luces, las serpentinas, los brindis felices y burbujeantes con que finalizaba todo, y a la vez, queríamos estar ya recostados, con las cabezas sobre la almohada del cuarto, en la íntima penumbra de los besos y las palabras secretas. Todo eso se mezclaba con algunos recuerdos de la infancia, de esos que se van desgranado solos a medida que uno va escribiendo sin necesidad de que se los haya invitado siquiera. Recuerdos de regalos que nos había hecho papá a mis hermanos y a mí en alguna Navidad. El telescopio con el que a la noche salíamos al jardín a ver la luna o la pista eléctrica que nos mantenía prendidos en el juego de ver quién llegaba más rápido. Lamenté no haber terminado aquél texto, no haberlo posteado. Las cosas no dichas a tiempo pierden su efecto sobre el mundo. O, al menos, el efecto cambia porque el contexto ha cambiado. Pero sobre todo lamenté mucho no publicarlo porque tenía lindas anécdotas y me gustaba cómo las había contado y pensé que había algo que había dicho ahí que podía llegar a perderse para siempre. Algo que a mí en particular se ve que me interesaba salvar.

Escribo mis crónicas los lunes porque Many y yo trabajamos de martes a domingos. Dejamos los lunes para descansar. Yo aprovecho para ir correr, hacer ejercicio, y a la vuelta trato de escribir, aunque el pulso me quede un poco acelerado. Pienso que quizá no sea la manera apropiada de sentarse a escribir para mí, quiero decir, con el corazón bombeando así de fuerte, pero es lo que hay; es el único momento que me queda disponible. Además, los lunes, Many va al lavadero o a revisión. Son ésas las razones por las que nos conviene trabajar los fines de semana y dejar los lunes para nosotros; tal como como hacen los estilistas, los panaderos, los actores de teatro, los músicos de eventos y todos aquellos cuyo trabajo consiste en asegurarse de que el resto de la gente la pasen bien entre el viernes a la tarde y el domingo a la mañana.

De cualquier manera yo siempre digo que si me tomás, tomame como algo muy poco serio. Porque tampoco soy un workaholic. Al fin y al cabo no sólo de pan vive el hombre. Y tener un trabajo como el mío, que consiste en llevar gente de un lugar a otro y andar a cualquier hora por la ciudad, lo que permite es justamente eso, tener la plena libertad de intercalar una visita a la amistad que se desea, entre viaje y viaje, en cualquier momento del día que se te plazca.

—Hay dos tipos de amistades —me dijo por mensaje una chica que entonces estaba conociendo y que se ha ido transformado en una de mis mejores amigas—. Por un lado están las amistades que se animan mutuamente y por otro las que deben estar animadas para estar juntas. En la primera categoría están aquellas personas que se hacen un hueco a cualquier hora para verte; en otra están aquellas que para verte buscan un hueco que ya está hecho en su agenda. Y vos ya sabés de qué tipo soy yo —me intimó.

En ese momento yo no lo sabía. Lo supe un rato después, cuando nos vimos en un bar y después me llevó a conocer su casa. Todavía no me dijo su nombre completo, sólo mencionó que le decían Teté. Supongo que viene de Teresa. Me entretuve un rato viendo los libros que tenía acomodados en la estantería. En la hilera superior, tan incómoda que no se lee nunca, media estantería estaba ocupada por una extensa colección bajo el título de “Grandes luminarias del pensamiento socialista”, en la otra mitad había una colección de filósofos de izquierda encabezada por Marx. Teté tomó uno de más abajo y me lo pasó a la mano.

—Llevalo, te lo presto —me dijo.

Era La mujer singular y la ciudad, de Vivian Gornick. Yo ya la tenía, me había gustado mucho de entrada, ni bien la ojeé un poco en Zivals, pero no se lo dije. Me pareció que llevar el libro a mi casa era una buena excusa para volver a verla. Me quedé pensando en las categorías con las que ella había definido los dos tipos de amistad que consideraba. Eso de si se hacían el hueco o buscaban el hueco ya hecho. Para mí había también otras dos categorías que podían agregarse, más allá de definirlas por la mecánica que utilizaban para citarse, yo quería definirlas por cómo funcionaba el lugar donde se citaban, es decir: con cama adentro o con cama afuera.

No sé si había estado en Nueva York, pero me pareció que había estado en Nueva York porque después de estar hablando un rato sobre el “capitalismo de amigos” me mostró un libro con fotografías de Nueva York. Era un libro cuadrado, grande y pesado, en papel fotográfico o de ilustración. Sobre la tapa dura tenía una lámina con una foto satelital —o al menos cenital— de esa enorme ciudad. La imagen era como una almohadilla llena de alfileres de côté contra un río. “Esto es lo que le estamos haciendo al planeta”, me dijo.

Y sí, es obvio que amucharse todos en el mismo lugar produce una catástrofe ecológica. No se lo dije pero lo pensé. No hay más que volver la mirada unos días atrás, cuando la selección de fútbol intentó dar una vuelta en colectivo por la ciudad, para darse cuenta de eso. Es obvio que no hay suficientes baños para evacuar tanta mierda cuando todo el mundo sale a pasear a la misma hora en cualquier ciudad. No hay suficientes botellitas de agua mineral en los kioscos para quitarle la sed a cuatro o cinco millones de personas que están paradas al mismo tiempo bajo el sol de diciembre. A menos que vivas en un mundo capitalista donde a cualquier ciudadano le convenga salir con una heladerita a vender gaseosas o lo que sea, donde algunos quieran cobrarte cincuenta pesos por dejarte ensuciar su baño. Es lo que se llama oferta y demanda. Si sólo murieron uno o dos ese día fue porque el capitalismo se hizo cargo. El socialismo no lo hubiera podido organizar mejor, siempre termina con un gran número de muertos. Obvio que no se lo dije, pero lo pensé.

 


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