El gran bungalow

Hará cosa de dos o tres meses tuve un sueño increíble. Al principio quise escribirlo tal como lo recordaba, después, como el sueño era tan real, creí que no era necesario anotarlo pensando que no lo podría olvidar. Al final me pasó lo que no quería. El sueño se fue disolviendo como un saquito de té en el agua de los días. Pero últimamente empecé a repetir ese mismo sueño una y otra vez; y dado que el asunto ahora se tornó mucho más raro que un simple sueño que uno se olvida de anotar, siento que ha llegado el momento de pasarlo al procesador de textos:

Yo viajaba en un vuelo que iba de Buenos Aires a París. Sabía que pasaría el año nuevo allá y después tenía volver a Buenos Aires. El movimiento propio del avión, el descenso del tren de aterrizaje y la voz del capitán saliendo por los parlantes —ubicados sobre mi cabeza— me despertaban justo antes de aterrizar. Como viajaba sentado justo en medio del avión, me puse de pie para observar por la ventanilla de mis vecinos de asiento, que eran una parejita de novios que iban de luna de miel o algo así, y que venían dormidos detrás. Yo tampoco iba solo. A mi lado viajaba una rubia súper sexy de esas que sólo en los sueños tocan en el asiento contiguo. Enseguida me di cuenta de que sobrevolamos una ciudad a muy baja altura. Era la confirmación de que estábamos por llegar a destino.

Fuera de la cabina el sol iluminaba los techos de las casas. Algunas tenían piletas celestes, otras gordos tanques de agua sobre sus azoteas, pero todas, invariablemente, eran de dos pisos con tejas rojas. Entre ellas se erguían edificios de no más de cinco o seis pisos que se iban derrumbando solos a medida que pasábamos sobre ellos.

Íbamos demasiado bajo como para que todavía no se viera el aeropuerto. Vi que volábamos sobre una avenida con dos bulevares que separaban tres carriles y creí que la ciudad que sobrevolábamos era Buenos Aires, pero después me di cuenta de que no, sólo era parecida.

Me sorprendió que voláramos tan al ras porque así no íbamos a llegar nunca. El avión parecía estar haciendo las maniobras de aterrizaje aunque nadie parecía percibir que debajo nuestro no había una pista sino una avenida. Troté hasta la cabina de pilotos, que por fortuna estaba abierta, y parado en la puerta observé a los pilotos hacer los preparativos para el aterrizaje: El capitán bajó los flaps, constató que el tren de aterrizaje estuviera abajo y a medida que reducía la potencia de las turbinas con la mano derecha el avión se fue asentando suavemente sobre el carril central de la avenida. Fue un descenso muy lento y tranquilo porque no había automóviles circulando en nuestro carril, aunque sí los había en los carriles paralelos de la derecha e izquierda. Todo el tiempo tenía la sensación de que nunca llegaríamos a aterrizar.

Algo para mí era evidente: no era un aterrizaje de emergencia. Pero no era una emergencia no sólo para mí. Los pilotos también lucían tranquilos y conversaban entre ellos con cotidianeidad. Me agaché un poco para ver por el parabrisas del avión lo que venía más adelante. Había un puente muy largo que cruzaba por encima de la avenida; y por la velocidad a la que veníamos calculé que nunca llegaríamos a frenar a tiempo.

El piloto y su ayudante continuaban tan inmutables como antes. El capitán puso las turbinas en reversa y la aeronave desaceleró de manera abrupta. Los pilotos en sus respectivos asientos y yo —todavía parado bajo el marco de la puerta— cabeceamos hacia adelante cuando el avión comenzó a frenar. Poco a poco el avión fue deteniendo su marcha mientras los automóviles y la gente que circulaba por la ciudad continuaban con sus trayectos con total normalidad.

Vi que se nos venían encima las columnas de la autopista. Según mis cálculos no llegábamos a frenar antes de impactar. El capitán, con una pasividad que me asombraba cada vez más, continuó desacelerando hasta quitar toda la potencia de los motores. Aun así el avión no terminaba de detenerse por completo. Entonces apuntó la nariz del avión hacia el centro vacío que quedaba en medio de las enormes columnas que sostenían el puente. Al mismo tiempo aplicó los frenos de las ruedas lo suficiente como para que el choque contra las columnas detuviera el último y ya débil envión que todavía le quedaba a la aeronave. Se oyó el golpe de las alas contra las columnas y aunque nunca terminamos de frenar el capitán dijo a su copiloto:
—¡Pucha, al final nunca salimos! —aplaudió una vez y ordenó—: ¡Que nadie baje del avión!

Los ayudantes de pista acercaron unas escaleras. Trajeron una para adelante y otra para atrás. Descendí por la que me quedaba más a mano. Una vez abajo vi acercarse los colectivos que nos trasladarían hasta el hotel. Que no estaba muy lejos del lugar de aterrizaje. Cuatro o cinco cuadras hacia atrás por la misma avenida. Era tan cerca que nadie notó que no necesitábamos transporte. Podíamos haber caminado sin problemas, pero subimos al colectivo que nos dejó en la puerta del hotel.

De afuera el hotel parecía una antigua casa de campo inglesa con tejas rojas y una galería que abría muchos arcos hacia la derecha y otros tantos hacia la izquierda. Descendí del colectivo e hice la cola en la entrada junto con el resto de los pasajeros para que me entregaran las llaves de mi cuarto. Detrás tenía a la rubia, que ahora me resultó mucho más atractiva porque la tenía de pie junto a mí y pude ver que estábamos a la misma altura. Detrás de ella estaba la parejita de dormidos que andaban de luna de miel. Me registré con un conserje bastante mala onda que me ordenó que esperara con mi maleta a un costado hasta que me vinieran a buscar. Al rato vino una maletera delgada pero muy eficiente que tomó mi valija y me guió muy serena hasta uno de los cuarenta y cuatro bungalows con que contaba el hotel. Salimos del lobby por una puerta blanca de dos hojas que tenía cuatro vidrios repartidos de cada lado. Pasamos por un patio que terminaba en una escalerita de piedra y que se continuaba en un sendero naranja que atravesaba un gran jardín dorado por el sol que se fue convirtiendo de a poco en un alto bosque de pinos plantados a la vera de un lago azul transparente.

Mi valija era liviana, pero como vi que el camino se hacía cada vez más largo y nunca terminábamos de llegar, pensé en preguntarle a la maletera si quería que la ayudara con la carga. Me dijo que no había ningún problema, que estaba todo bien, que ella se encargaba.

Llegamos a una cabaña de madera que permanecía impávida sobre el agua asentada sobre unos flotadores cilíndricos. Para ingresar había que bajar la rivera por una escalera que también era de madera. La chica no me acompaño hasta adentro, sino que se detuvo frente a la escalera.
—Es la suya —afirmó, y apoyó la maleta en el suelo—. Estará muy cómodo acá —agregó, y me dejó la llave del cuarto de otro en la mano. No sé de quién era la llave pero de lo que sí estaba seguro era de que no había volado con nosotros.

La chica se marchó tan rápido que no alcancé a darle la propina ni las gracias. Cuando estuvo a unos treinta metros me gritó desde abajo de un pino:
—¡Casi me olvido! Esta noche hay una fiesta de recepción para todos los del vuelo. Si quiere asistir siga derecho por este mismo sendero hasta ver un Gran Bungalow instalado en medio de la pampa de pinos. La fiesta será a eso de las veinte y treinta. Igual usted nunca vaya.

No entendí casi nada de lo que dijo. Cuando empezó a oscurecer me bañé y me cambié, y aunque no tenía ropa que ponerme para una fiesta como esa, hice lo que pude y salí por el sendero naranja rumbo al bungalow.

De camino me detuve a ver el atardecer en medio de dos altos pinos. La luz de la tarde se descomponía en haces creando chispas anaranjadas que saltaban como peces sobre la superficie del lago. Después continué caminando hasta dar con el Gran Bungalow. Era enorme, todo de madera. Tenía muchas ventanas cuadradas con cuatro vidrios repartidos por donde salía una luz amarilla y tenue. A medida que me acercaba se empezaba a oír la música como si viniera de cada vez más lejos. Una vez dentro me di cuenta de que no estaba solo. Había muchísima gente en esa fiesta. Había gente de pie charlando y comiendo copetines. Había gente bebiendo incontables tragos que incontables mozos servían. También había gente sentada cuchicheando en los íntimos reservados que había bajo los ventanales que daban al lago.

En la puerta me recibió una señora muy parecida a Nora Cárpena que estaba elegantemente vestida de negro. Se presentó a sí misma como la dueña del hotel y después me hizo un montón de preguntas: que cuándo había llegado, que si llegué solo, que si llegué en grupo, que con quién llegué, que si me quedaba, que si me iba, que cuándo me iba. Yo le contestaba todo que no.

En la pista ya estaban bailando los pasajeros que habían llegado conmigo en el avión. Estaban todos. No faltaba ninguno. Estaba la parejita melosa y todavía dormida detrás mío en el avión. Paseando por delante tenía a la rubia fogosa que había venido en el asiento contiguo al mío y que después estuvo detrás mientras esperábamos para registrarnos en el hotel.

Aquí hago una digresión: En el sueño parecía que yo estaba enamorado de ella porque ella daba vueltas a mi alrededor como esperando que yo le dijera algo. Giraba y giraba sin proponerme nunca nada. En un momento de la fiesta levantó dos copas de vino de una bandeja y se fue acercando de a poquito mientras tomaba unos cuantos sorbitos de una copa y se notaba que no sabía a quién darle la otra. Cada vez que la miraba (o que ella me miraba a mi) me daban ganas de invitarla a bailar. Como ella no se decidía a salir a bailar salí yo solo.

En medio de una rave alucinante me encontré bailando con una morocha que tenía la cabeza llena de rulos y que nunca mostraba la cara. Usaba una remera blanca recortada por arriba del ombligo y unos jeans bajos y sueltos como de campesina. Bailaba todo el tiempo sacudiendo la cabeza para un lado y para el otro y sus rulos iban y venían para un lado y para el otro y no me permitían ver su rostro. Sin embargo, todos al parecer la conocían. Ella se movía como si fuera una habitué del lugar. Saludaba a todos y todos la saludaban a ella. De a poquito el oleaje de gente nos fue empujando hacia un sillón del reservado mientras ella me contaba que era la dueña del hotel, que todo ese complejo de cabañas era de ella y que le encantaba hacer fiestas en el bungalow. Me preguntó si había venido en grupo, si había venido con alguien, si me pensaba quedar, si me pensaba ir, si me quedaba con quién me quedaba, si me iba con quién me iba y si había llegado solo. Como la vez anterior contesté todo que no.

Nos quedamos hablando con los rostros pegados en la penumbra del sillón. Con mucho cuidado me desabrochó el cinturón y sacó mi pene por arriba del pantalón sin siquiera bajarme el cierre y sin que yo me diera cuenta de lo que hacía. Me masajeó con ambas manos sin dejar de mirarme. Una mano me sostenía firme de los huevos y la otra, cerrada sobre el tronco, subía y bajaba tan suave que era una verdadera delicia. La pija se me fue poniendo dura, erguida y potente. Se empezó a poner brillosa, como de bronce. Ella continuaba hablando como si nada y me miraba —después entendí— como pidiéndome permiso para lo que iba a hacer después. Entonces bajó la cabeza y mi pene desapareció en su boca. Su lengua era una serpiente fría que hurgaba en el prepucio y a la vez un dragón tibio que envolvía el glande. ¡Oh, cómo chupaba! Chupaba y chupaba. Chupaba con vehemencia. Chupaba excelente. No podía parar de chupar.

Cuando me sentí a punto de acabar desperté en mi cama con la pija al mango. A mi lado dormía mi mujer y desde la habitación contigua venía rebotando el llanto de la bebé a lo largo del pasillo. Era el llanto de mi hijita lo que me había despertado.

Después de calmar a la bebé quedé por completo exhausto pero al mismo tiempo desvelado. Sin otra cosa que hacer me acosté otra vez tratando de no despertar a nadie y me puse a analizar los detalles del sueño reciente. Me di cuenta de que la guía del sueño era mi mujer. Siguiendo el mismo análisis freudiano clásico, el piloto del avión debía ser yo. Volteé la cabeza hacia un lado y vi que todavía seguían apiladas las cajas con ropa de la mudanza que no podíamos terminar de acomodar. Eso significaba que era domingo, porque habíamos comenzado a mudarnos el sábado por la mañana. Traté de calcular mentalmente cuánto tiempo más nos llevaría terminar todo ese proceso pero no pude ponerle término. Por otro lado, tampoco quería pensar en eso. Lo único que quería era volver a dormirme para regresar al sueño donde estaba la morocha de rulos que apenas si conocía y que me estaba chupando la pija hasta dejármela limpia.

Con el paso de los días el sueño se fue tornando recurrente. Cuando me duermo acá me despierto allá, en la cabaña del lago. Aparezco desnudo en esa habitación que flota sobre un lago azul y transparente. Me visto sin ningún apuro y recorro el sendero que va hasta el hotel. En el camino voy calculando encontrarme con la morocha de rulos en el desayuno, a ver si podemos terminar los pendientes de la noche anterior. Pero cuando entro al lobby y pregunto por la dueña, la que aparece siempre es la señora parecida a Nora Cárpena. Ella se comporta primero como si no me conociera, después me invita a desayunar y después se las arregla para acompañarme de vuelta hasta la cabaña del lago con la excusa de ver si estoy cómodo, si el personal me está atendiendo bien, si me falta algo. Charlamos un rato sentados en el sillón de la cabaña mientras tomamos algo que nunca podemos terminar. Hablamos de infinitas cosas. Nunca se nos acaban los tragos ni los temas. Hacia el atardecer el asunto comienza a ponerse hot. Entonces cierro las cortinas que dan al lago y comenzamos a besarnos en plena oscuridad. Su piel se torna joven y caliente otra vez. Los rulos le vuelven a crecer y le llenan la cabeza. Se le desparraman de un lado para el otro con los besos que le doy. Supongo que yo también me veo igual de joven que ella. Nos frotamos y cogemos largo y tendido hasta sacarnos las ganas. De pronto me agarran unas ganas irrefrenables de bajar a devolverle el favor. La exprimo como a una naranja. Le chupo el jugo y me trago todas sus pepitas. Es la lengua la que hace el trabajo duro. Chapotea, peina, penetra, sube, enrosca, cava, baja, despeina, paletea, envuelve, desenrosca, taladra, serpea, roza, puntea, desenvuelve, aprieta, frota y limpia los botones y sensores del placer. Aunque ella luce satisfecha, prefiero asegurarme. Después de dormitar un rato con el rostro apoyado sobre su felpa espesa, empiezo de nuevo sólo por el gusto de verla explotar otra vez. Nos acurrucamos relajados bajo las sábanas y hablamos de cosas íntimas. Cosas que empiezan a parecerse un poco al amor. Ella aprovecha ese momento para hacerme siempre la misma pregunta:
—¿Entonces, te querés quedar?
—No —le digo—, quiero irme.


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