Heredar un caballo

Los libros o películas que tienen que ver con caballos me atraen sobremanera. No sé explicar bien el por qué. Pero confío en que si cuento lo que me sucedió después de leer un texto muy breve de Clarice Lispector titulado Cómo tratar lo que se tiene (donde aparece un caballo), podré aclararlo. Pienso que si puedo contarlo tal como lo viví quizá también pueda explicármelo a mí mismo.

Todo comenzó el día que estuve leyendo el cuento que acabo de mencionar, que habla de un caballo negro y lustroso que, según narra Clarice, vivía dentro ella. Hasta ahí todo normal. Es sabido que los escritores muchas veces utilizan algún animal para inspirarse. Muy conocido es el caso de Beppo, el gato de Borges. O el gato de Cortázar, que se llamaba Theodor Adorno. Pero los escritores no sólo usan gatos para inspirarse. Eugene O’Neill tenía una llama. Eso sí, no me pregunten cómo se llamaba. Charles Dickens tenía un cuervo. Poe no sé qué tenía. Pero sé que Flannery O’Connor tenía papagayos. Entre los raros —si es que existe tal categoría para los escritores— se puede contar a Isak Dinessen que tenía una gacela. Aunque en realidad para ella no debió ser un hecho tan raro porque vivió mucho tiempo en áfrica. Como ejemplo de raro mejor contar el caso de Gerard de Nerval, que sacaba a pasear su langosta de mar atada con una cintita roja por las calles de París. O mejor aún, el caso de Rilke, que se inspiraba con la pantera del zoológico de esa misma ciudad, al que iba sin descanso día tras día porque Rodin le había aconsejado que mirase a las bestias hasta verlas de verdad. Después de oír todo esto es muy fácil entender por qué Clarice guardaba su precioso caballo dentro de su cuerpo.

Cuando leí el cuento de Lispector yo tendría veintitantos. Ella ya había fallecido y yo quería ser escritor. Se ve que en ese entonces yo pensaba que ser escritor era lo máximo. O al menos pensaba que era algo muy bueno. Como todo principiante, creía que lo que escribía tenía el toque divino de una musa o vaya uno a saber qué. El hecho es que cuando mostraba mis escritos me daba cuenta del rostro indiferente que ponían mis amigos al leer. Algo fallaba dentro de mí y era irremediable. Pronto percibí que no tenía demasiadas luces para las letras, pero al menos tuve la lucidez de darme cuenta en qué fallaba: yo no tenía un animal.

A la noche me acostaba pensando en el caballo de Lispector y me preguntaba en qué limbo extraño y solitario andaría vagando el pobre ahora que ella estaba muerta. Me lo imaginaba triste y olvidado en una pradera oscura y seca, carente de colores y vegetación.

Por las noches me ponía a escribir en mi cuarto, que por cierto era muy oscuro y penumbroso, y por eso usaba una lámpara verde, de esas que aparecen en las películas de bibliotecas, que daba una luz tenue sobre el escritorio. Me servía una taza de café y traía sobrecitos de azúcar. Abría un sobre y lo vertía en mi mano. Luego extendía la mano un poco hacia la sombra e intentaba vaciar mi cuerpo para tener suficiente espacio para el caballo. Lo invocaba con voz dulce pero firme, como decía Clarice que había que hacer. Como sabía que el caballo aún no tenía nombre yo le decía: ¡Caballo, hazte presente! Y me quedaba en silencio con la mano llena de azúcar extendida hacia la sombra. Pero a pesar de seguir todos sus consejos el caballo de Clarice nunca aparecía.
Comencé a pensar que otra vez era una falla mía. Cuando era niño yo no había tenido una buena relación con los caballos. Quizá fuera esa la razón.

Mi abuelo me había regalado un caballo cuando yo tenía cinco o seis años. Se llamaba Colorincho. Tenía el lomo té con leche y a medida que el color iba descendiendo hacia las patas se iba poniendo de un tono cada vez más oscuro. Era el caballo más viejo que teníamos en el campo. Tal vez por eso mismo era el más manso y la razón por la que nos lo daban a mi hermano y a mí para que vayamos practicando. Lo sacaba a andar a la siesta, siempre después de comer. Los peones me lo ensillaban y yo me subía sin pensar que seguramente también era la hora de comer del caballo. Cada vez que lo montaba el Colorincho enfilaba hacia un pastizal que había cerca del alambrado y se ponía a comer parsimoniosamente. Me daba bronca eso. Para dar la vuelta más corta alrededor de la casa tardaba más de media hora. No estaba dispuesto a tolerarlo y la vez siguiente lo monté con espuelas. Cuando el Colorincho se detuvo en el pastizal dispuesto a darse otra panzada lo pateé fuerte en el vientre. El caballo alzó la cabeza y la giró hacia un lado, para observarme. Me miró un rato. Después intentó seguir masticando. Entonces lo espoleé otra vez, pero con más fuerza. El Colorincho salió disparado a toda carrera y fue a guarecerse debajo de un arbusto espinoso donde calculó que él cabía, pero yo —que venía montado sobre su lomo— no entraba. Literalmente me tumbó al piso.

Ambos nos lastimamos. El caballo quedó herido en el abdomen y yo acabé con los dos brazos y el pecho sangrando por las espinas. En el campo dicen que cuando un humano y un animal se sacan sangre mutuamente quedan conectados.

Supongo que recordar esa conexión me ayudó con el caballo sin nombre de Clarice. La siguiente vez que lo invoqué intenté no darle órdenes. De hecho no dije ni una sola palabra. Extendí la mano con azúcar hacia la penumbra y me quedé lo más callado y quieto posible. Vacié mi cuerpo y me quede estático. Al rato de estar así en la penumbra, sin moverme ni un milímetro, oí por detrás el eco de los cascos y el brusco resoplido sobre la mano.

No siempre que lo llamo viene, porque tiene su carácter, pero la mayoría de las veces viene.


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2 respuestas a “Heredar un caballo”

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