Crónicas del Cabify II

Gaspar Campos: la soledad, el amor y la vuelta

Lunes otra vez. Many y yo acabamos de llegar al Edificio Madero que queda cerca de la Costanera Sur, sobre la avenida que lleva ese mismo nombre. Venimos a buscar a un tal Juan Francisco, que supongo —le digo a Many— debe ser un gerente o un ejecutivo de alguna de esas empresas que compra nuestros servicios corporativos de traslado.

En el punto de encuentro hay un hombre alto con barba de varios días, junto a una mujer rubia y delgada. Parecen estar despidiéndose entre risas. Deben ser esos dos —le digo a Many mientras arrimo la puerta trasera al cordón de la vereda, justo donde están parados ellos.

El hombre abre la puerta y me explica que la que va a viajar es la mujer. Él acaba de contratar el servicio para ella.

—¡Claro, no hay problema! —le digo.

Muchos hombres contratan nuestros servicios para que viaje su novia, su mujer o algún familiar. En lo que a mí respecta, el servicio está pago con la tarjeta del hombre y me da lo mismo si viene él o cualquiera de sus conocidos.

Dudo que este viaje sea el que nos lleve a la playa —le digo mentalmente a Many.

Desde hace varios días que vengo jodiendo a Many con que quiero que alguien nos lleve de paseo a la playa. Hace mucho que no voy al mar y extraño ese olor a arena húmeda mezclada con sal que te dejan en la piel las olas después de lamerte ida y vuelta las heridas. No pierdo las esperanzas de que algún día ese pedido se me va a dar. Pero ese día no es hoy. La dirección de destino que arroja la aplicación es en la calle Gaspar Campos, en Bella Vista, provincia.

Le digo a la mujer que se ponga el cinturón y se vaya distendiendo todo lo que pueda, porque tenemos al menos una hora y media hasta allá. Ella me pide disculpas por llevarme tan lejos. Pero a mí me encanta que me saquen a pasear a lugares que no conozco. Cuanto más lejos mejor. Es un alivio salir de los atascos del centro y manejar en la autopista o en la ruta. A la vuelta puedo decidir si traigo a alguien o si tengo ganas de volver solo escuchando la radio.

La mujer luce como una ejecutiva importante. Lleva un saquito blanco con pantalón palazzo, anteojos intelectuales y el pelo largo, muy liso y prolijo. Es un look and feel que machea bastante bien con un viaje largo como este. Y no me refiero a un posible levante, hablo de tener una conversación interesante. A primera vista se nota que lo que sea que hace dentro de la empresa, lo hace muy muy bien. No necesita consejos de nadie. Al menos, no sobre su trabajo. El éxito le desborda los bolsillos.

Voy pensando en Gaspar Campos, en Perón, en la vuelta de Perón. Quisiera hacer una búsqueda en Google y confirmar si estamos yendo a esa casa, pero como voy manejando. Aunque me parece recordar que la casa de Gaspar Campos donde vivió Perón quedaba en Vicente López y no en Bella Vista.

Cada vez que necesito ver por espejo retrovisor derecho relojeo a ver qué hace ella ahí atrás. Al rato de comenzado el viaje, mientras vamos por General Paz, veo que ya se siente distendida. Va con las piernas sobre el asiento chateando con alguien en el teléfono. Entiendo que habla con otra chica, quizá una amiga, porque acabo de oír el shot inconfundible de una instantánea y parece que ella se la ha enviado. Su risa me lo confirma.

De pronto me pide permiso para usar su cigarrillo electrónico, si puede bajar un poco la ventana de su lado para fumar. Es un pedido que debo rechazar cuando se trata de cigarrillos comunes. Dejaría impregnado olor en todo el interior de Many. Y es un olor que ahora, después de haber dejado de fumar hace más de trece o catorce años, me resulta nauseabundo. Pero tratándose de cigarrillos electrónicos no tengo problemas, le digo.

Después me pregunta algo sobre el clima. Le respondo lo que sé: que mañana va a hacer más frío, que se habla de una ola polar, que en Bariloche están a once grados bajo cero. Ella se ríe y parece anotar todo lo que digo en el chat de su amiga. Es probable que la otra le esté dictando las preguntas. Parte de mi trabajo es conversar, así que no me molesta para nada responder sus preguntas o las de su amiga, si fuera el caso. Mis reglas de conversación son muy sencillas: si me hablás, te hablo, amplío y repregunto. Si no te enganchás o me cortás, te dejo seguir tranquila con lo tuyo. Si querés retomar después de eso, tenés que retomar vos.

Sí, es una mujer de unos treintialgo, quizá, pero se comporta como una chica. Mujeres así me recuerdan un poco a esa gran escena en Notting Hill, cuando Anna, el personaje que hace Julia Roberts, le dice a William: “I’m also just a girl, standing in front of a boy, asking him to love her”. Y es alucinante ver cuando esa adolescente que Anna todavía lleva adentro pugna por salir a jugar, por llegar a la superficie.

Me pregunto si tiene pareja o está sola. Ahora mismo ajustaría un poco más la idea que me hago sobre ella: mujer linda, exitosa, en edad acorde, sola. Y también me pregunto si la gente, en general, está sola o se siente sola. Porque, con tanta gente que hay en el mundo, en las redes, parecería que estar solo es más que difícil. Podría decirse que el que está solo es porque quiere. ¿Será una sensación la soledad, nos hacemos la ilusión de que estamos solos cuando eso es imposible? Creo que en realidad es al revés: siempre estamos solos, aunque estemos casados, aunque estemos rodeados de amigos. La ilusión es la conexión. “El amor es un puente”, como decía Cerati. Y yo agregaría: “que une dos soledades”. La soledad es lo permanente, lo constante. La verdadera ilusión es el amor.

Hay que bancarse la soledad. En soledad es cuando afloran nuestros verdaderos pensamientos, nuestro verdadero yo. Y hay gente que teme encontrarse consigo misma. Yo, por suerte, no tengo ese problema, me gusta estar solo, pero tampoco sé estar solo todo el tiempo. Creo que mi estado natural o silvestre es en pareja. Siempre que se me permita tener mis necesarios ratos de solipsismo, momentos íntimos para encontrarme en la ciudad o para encerrarme en mí a escribir.

En la radio dicen algo sobre Laly y el beso que se dio con Mariana Genesio en la entrega de los Martín Fierro, o algo así.

—Hay algunos que todavía creen en eso —arranca ella.

—¿En qué? ¿En el amor? —pregunto.

—Yo ya estoy desilusionada. ¡Bah, desilusionada no! Quiero decir… ¡Sí, desilusionada, que tanto!

—No seas mala. Dale una oportunidad al amor. Lo decía John Lennon.

—Era una oportunidad a la paz.

—Es lo mismo. La idea es hacer el amor y no la guerra.

Ahora se me hace evidente que ella ha salido lastimada de una relación importante. Y eso me lleva a otro pensamiento: si nos lastimamos es porque entendemos el amor como algo depositable. O mejor dicho: como algo que el otro deposita en nosotros. Creemos que somos dueños del amor que alguien nos presta por un rato. No creemos en el amor libre. Distinto sería si viviéramos en una cultura que entendiera que el amor sólo le pertenece al presente constante en el que vive, en el instante en que la ilusión se hace presente. El amor puede hamacarse, ir a una playa distante y volver, como una ola que llevamos con nosotros. Mi amor siempre está conmigo, en la cama donde amanezco o bañando una playa en África.

Ella me dice que mejor no la lleve a su casa, que mejor la deje en la estación de servicio Axion donde, por la mañana, antes de tomar la combi para ir al centro, dejó estacionado el auto.

En los silencios que se van formando como charcos entre las palabras, pienso en si no es más sincero —cuando empezamos cualquier relación— proponer de antemano que el viaje que estamos a punto de iniciar quizá vaya a fracasar, que podemos no llegar a ningún lugar, que tal vez vamos a terminar mal, pero que a pesar de que sabemos todo eso queremos viajar igual.

Pienso en el tema de si somos uno o si en realidad somos dos, ese temita de salir a buscar el par que nos completa. Bajo ese punto de vista la gente solitaria sería aquella a la que no le importa quedar impar. Se halla en su soledad. De cualquier manera, en aquél que ha encontrado su par, siempre está latente el asegurarse de que no haya alguien que encaje mejor. Y después están los suertudos que viven la ilusión del amor y el fin de la soledad como real, porque están seguros de haber encontrado su par, saben dónde está y todo les cierra con ese alguien. ¡Oh, lucky stars que han justificado su existencia!

—El otro día invité un chico —me cuenta ella—; chico es un decir, a alguien de mi edad. Lo invité tomar un café. Me dijo: “Dale, te llamo el viernes y te confirmo a qué hora te paso a buscar”. Después no me llamó ni para decirme que no podía. Aunque sea meteme una excusa, decime que no, si querés, pero llamame.

—Al menos para saber si te tenés que bañar o no —opino yo.

—¡Claro! Los hombres están…

—Desaprensivos.

—Poco caballeros.

—Desatentos.

—¡Sí, total!

—Dale una chance —la animo—. Primero tenés que comprender una cosa: los varones de esta época están (o debería decir estamos) muy confundidos. Para empezar hay vigentes dos escuelas: por un lado están las mujeres que gustan de los que acomodan la silla y abren la puerta. Por el otro están las que odian todas esas cosas. Mujeres a las que les dejás el asiento en el subte o les decís buen día en la calle y te miran mal. ¿Cómo va a saber tu chico con qué tipo de mujer está por salir a tomar ese café?

—¡Claro, pero yo no soy de esas! —asegura—. A mí me gusta que los hombres hagan cosas. Cosas simples, no pido que me pagues el café, pero prestame la campera si ves que me estoy cagando de frio. Tengo una amiga con la que fuimos de vacaciones a la playa. Yo llevaba la heladerita con las bebidas. Estaba re-pesada. Le dije: “¡Cómo me gustaría tener un novio que me ayude!”. Y ella dijo: “¡Para qué querés un hombre, nosotras solas podemos!”. ¡A mí dejame de hinchar con la autosuficiencia! ¿Qué tiene de malo pedir alguien que te quiera y te ayude?

—No está mal. Pero el amor no es una contraprestación. Primero amá vos. Amá porque sí. Amá por nada. Después te fijás si lo que te vuelve del otro lado es acorde. A lo mejor nunca te vuelve nada, y eso está bien, no podés obligar a alguien a que te quiera. Y sí, es un riesgo quedarse con todo el amor adentro. Pero de última, abrí los brazos, cerrá los ojos y liberalo al mundo, como si estuvieras escribiendo poemas sin saber si alguien alguna vez los va a leer, los va a entender. Yo tal vez soy de otra época —le aclaro—, pero los varones de hoy quieren saber qué terreno están pisando antes de dar un paso. ¿Acá está bien? —detengo a Many en el estacionamiento de una Axion.

—Sí, sí. Está perfecto. Bueno, decime, ¿cuánto es?

—Ya fue pagado con tarjeta.

—¿Pagó mi compañero?

—Sí.

—Bueno, suerte entonces. Voy a buscar mi auto —dice y cierra la puerta después de bajar.

Mientras se aleja hacia un Sandero estacionado bajo un árbol que está a media cuadra, en chiste, le digo a Many:

—Bueno, Many, nuestra misión aquí ha terminado. Volvamos a casa.

Si me invitabas de soltero, yo te pasaba a buscar para ir a tomar ese café. Es más, quizá me lo tome ahora, acá mismo, yo solo, ese café. Tengo la Axion enfrente, sobre Gaspar Campos, y lo que más cuesta al atardecer —casi como a Perón— es la vuelta.


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