La fuente de las nereidas

El sábado pasado quedó inaugurado oficialmente mi primer taller literario. Considerando las precarias condiciones climáticas en que se desarrolló, ya a salvo en el día siguiente, podría decir que fue un rotundo éxito. Desde viernes había estado viendo el pronóstico del tiempo en internet. Cada tanto abría la ventana para chequear la temperatura del aire. A medida que las horas avanzaban se iba poniendo más frío y más húmedo. Cuando las predicciones de lluvia se tornaron reales —esto era un viento fuerte y gélido— comencé a pensar en la conveniencia de cancelarlo todo. Pero en ese momento me dije a mi mismo que si había alguien que no podía ni debía dar de baja una clase, ese alguien era yo, que había puesto como uno de los objetivos principales de mi curso —con la idea de templarles el ánimo a los pupilos y futuros escritores— la prohibición absoluta de cualquier cancelación, la negación total a rendirse ante la página en blanco, incluso ante la página en negro, había que seguir hasta el último punto, hasta la última página, hasta que no quedara una página más por escribir. Lo más obvio del mundo era que cualquiera podía desistir menos yo, que en el flyer de promoción había puesto —y cito para ser preciso—: “Ninguna salida se suspende por el clima, bombardeos, marchas, incendios, ataques extraterrestres o cualquier otro inconveniente aleatorio”.

El mismo sábado, una hora y media antes del horario fijado por mí para el encuentro frente a la entrada de la Reserva Ecológica, me paré en la puerta de casa y observé los charcos junto al cordón. Noté que estaba comenzado a lloviznar. Pero alcé la vista y vi que en el cielo había más o menos la misma proporción de nubes claras y oscuras. No es posible que gane la oscuridad, me dije mientras me acercaba a la esquina. Pero vi un gavilán posarse en un alero alto de la Torre IRSA y eso me dio aliento. Era un ave majestuosa. El pecho inflado se sostenía sobre dos fuertes patas amarillas, y apuntando hacia arriba, descendió su elegante y larga cola. Es un buen augurio, me dije, y continué avanzando sin dejar de observarla. Momentos después, los bocinazos estridentes de un colectivo que bajaba por la pendiente hacia Retiro espantaron el ave. Desplegó sus enormes alas y se alejó rampante. En ese mismo instante comenzó a llover más intenso. Me detuve a debatir conmigo mismo si volvía a buscar el paraguas que en un gesto esperanzado había dejado junto a la puerta. Me resolví por regresar y lo llevé todo el tiempo sobre la cabeza mientras iba saltando charcos hasta llegar a la fuente de las Nereidas seguido por una nube negra que capotaba sobre mí.

A parte del mal clima, la siguiente desilusión fue encontrarme con que el paseo por la Reserva Ecológica, que había incluido en el itinerario para mi práctica, no podía hacerse. El portón verde que habilitaba la entrada estaba cerrado. Pero vi una garita de control con la luz prendida y la puerta abierta y aplaudí para ver si salía alguien. Salió una chica de rulos masticando melón. Soy Gabriela. ¡Hola!, dijo. La guardabosques, pensé. No sé bien cómo se dice. Pero sé que su función es esa, resguardar ese bosquecito. A pesar de que la página web no lo aclaraba, el parque cerraba los días de lluvia, me dijo de manera amable. Se forma mucho barro, me explicó. A mí tampoco me gusta el barro, por supuesto que no. Pero hay que acostumbrarse a que en este oficio a veces te embarran porque sí y entonces uno tiene que aprender a desembarrarse. Le dejé mis datos y le pedí que me avisara qué día se iba a poder ingresar.

Miré la hora en mi teléfono. Todavía faltaban cuarenta minutos para que llegaran los pocos alumnos que se habían inscripto. Todos habían pagado el curso por adelantado. Significaba que iba a tener que improvisar con algo para llevar adelante el curso. Busqué en las inmediaciones otra actividad que pudiéramos realizar. A ciento cincuenta metros arrancaba una feria de artesanías con muy poquitos puestos abiertos. La mayoría de ellos eran esqueletos azules de hierro sin nada que mostrar. Más allá una plaza oscurecida por las copas de los árboles y llena de lodo. Más allá, sobre la costanera hacia el norte, comenzaban los puestitos de bondiolas. Actividad que quedaba descartada de pleno porque una de las primeras citas que tuve con mi ex había sido ir a comer por ahí, y me gusta crear actividades nuevas, experimentar y vivir siempre por primera vez. Y justo frente a mí, tan resplandeciente que se perdía de la vista, tenía la fuente misma, con esa magnífica concha sosteniendo a la brillante nereida en lo más alto, mostrando sus dotes y formas generosas. Sí, podía pasarme horas y horas hablando de la fuente. Quizá mi próximo taller se trate sólo de ir a visitar la fuente.

Me senté en el muro de la costanera, cubierto por el paraguas, a esperar que llegaran los alumnos. Tenía los pies colgando y los zapatos inundados. Pasé sentado bajo la llovizna las siguiente hora u hora y media. Pero nadie vino. Todos faltaron. Y mi taller se trataba justo de eso, de no faltar, de escribir en cualquier condición, sobre cualquier cosa. Así, espero que este texto sirva como primera lección de que se puede.

Se preguntarán entonces por qué considero que el taller fue todo un éxito si nadie vino. Porque de haber sabido que era tan fácil ganar dinero sin necesidad de decir tan siquiera una palabra, hubiera arrancado antes con el taller.


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