Abrí mi primer diario —en realidad: mi único diario— más o menos por el año 2000, quizá un poquito antes o un poquito después. Y remarco esto de que es mi “único” diario porque he leído a algunos escritores comentar en redes que van por el tercer o cuarto diario o que tienen una pila de diarios escritos que llega hasta el techo; y me temo que eso no sea así. Uno puede escribir muchos tomos, llenar volúmenes, cuadernos, puede etiquetarlos por año, diferenciarlos por el lugar donde han sido escritos, etcétera. Pero el diario sigue siendo el mismo, es uno solo. Una vez abierto, es el mismo y único diario el que nos acompaña durante toda la vida. No hay ninguna otra cosa más que un solo diario.
Mi relación con el diario comenzó como debe comenzar cualquier relación literaria: leyendo. Había leído los “Trópicos” de Henry Miller y al hacerlo me interesé también por su biografía, que es lo que sucede cuando uno descubre un escritor que le gusta. Uno se fascina primero con su escritura y termina indagando después sobre la personalidad detrás de la escritura. Entonces uno pasa a conocer a los amigos y al entorno del escritor. Así conocí el Diario de Anaïs Nin, y quedé absolutamente fascinado.
Me compré el primer tomo en la librería Dickens, de la Avenida Corrientes. Era de mañana, según recuerdo. Suelo hacer este tipo de cosas cuando no estoy seguro de lo que estoy comprando. Me refiero a comprar uno solo de los tomos, para probar. Fui a casa y empecé a hojearlo. Quería ver primero si el libro me interesaba. Y bien que lo hizo. Por la tarde volví a la librería y me llevé todo lo que había de Anaïs. ¡Oh, gloriosas épocas del uno a uno en que se podía llevar una colección completa a casa sin sufrir demasiado!
Cada uno de los cuatro volúmenes del Diario de Anaïs Nin tiene cerca de quinientas páginas. Es un diario enorme. Y cada volumen publicado tiene solo la mitad (o menos) de las páginas que contienen los originales. Es una versión filtrada por Gunther Stuhlmann, su editor. Como es de imaginar —y a pesar de que me hubiese gustado leerlo entero—, con seguridad habrá partes aburridas o que puedan interesarnos menos, y sería impracticable y antieconómico publicarlo todo. Por lo tanto, es justo pensar, que más allá de la magia que pueda hacer un editor —o no— para que un diario resulte interesante a cualquier lector, el material en bruto, aún sin edición, debe poseer en sí mismo una “pretensión de publicación”. Creo que ahí está una de las claves principales a tener en cuenta a la hora de abrir un diario. No es lo mismo abrir un diario con el objetivo de que algún día sea publicado (aunque ese día nunca llegue), que abrirlo como un confesionario personal que será cremado junto con el autor. La existencia de esa pretensión separa el “diario literario” del “diario personal”, y es lo primero que debe exhalar el texto si queremos que sea publicable.
Después compré Descanso de Caminantes, de Bioy Casares, quien también había escrito un vasto diario de al menos veinte mil páginas, según su editor, Daniel Martino. Era otro tipo de escritor y era otro tipo de diario. La diferencia entre ambos era muy notable. Había diferencias en la forma, en los temas, en el enfoque, en el uso, el estilo, en fin, había un sin número de diferencias. Entonces cabe preguntarse: ¿qué particularidades hacen que ambos sean “diarios literarios”?
En ambos diarios el punto de vista, es decir, la mirada del escritor, es muy original, única. Se nota, además, que las anécdotas que ambos narran son genuinas, verdaderas, hay muy poca o nula exageración. Por supuesto, cada uno de ellos escribe su diario en su estilo propio. Como se verá más adelante, mientras que Anaïs es más abundante, peligrosa en el detalle y libre, Bioy es escueto, un poco pretensioso y estructurado. El diario de Anïs parece una cándida y larguísima novela. El de Bioy es una colección de “brevedades”, como el mismo la llama.
Algo que no debe faltar en un “diario literario” es la correspondiente marca temporal en cada entrada. En ambos libros las entradas al diario, es decir, el momento en que se inicia o se retoma la escritura, está fechado. Cada cual, también hace esto de manera original, en su propio estilo.
En el caso del diario de Anaïs las fechas indican el período temporal al que pertenece lo narrado en cada entrada. A veces puede tratarse un día particular: “[4 de mayo de 1932]”, y comprender los eventos de ese día y los sucesivos, como también abarcar un mes: “[Octubre de 1932]”, o, incluso, la fecha de la entrada puede corresponder una temporada entera: “[Invierno 1931-1392]”. Este señalamiento o marca temporal se mantiene así a lo largo de sus cuatro tomos. Homogeneidad que con seguridad fue impuesta por su editor. Cada una de estas entradas tiene una extensión, en páginas, similar a un capítulo de novela, entre diez y treinta páginas.
Bioy Casares, en Descanso de Caminantes, acomete entradas muy breves, que suelen extenderse desde unas pocas líneas hasta unos pocos párrafos. Sus entradas tienen la fecha en negrita y van acompañadas de una frase o una anécdota muy escueta. A veces la anécdota puede extenderse varias páginas, pero no es lo común. Por ejemplo:
“4 de agosto de 1976. Tratando de leer a Roland Barthes. No me parece que abunde en observaciones inteligentes o útiles. Nada nuevo, tampoco. La descripción de un proceso por medio de una terminología nueva, eso sí, y espantosa. Adscripto al dialecto que al boleto llama título de pasaje.”
Luego de esta corta introducción sobre el diario como género quiero pasar a dar unas breves reflexiones sobre el diario como artefacto:
Iniciar la escritura de un diario es darle su único inicio al diario. No se tienen dos o más diarios. El diario es uno y el mismo siempre. Cuando se inicia la escritura de un diario, se sabe que es el único diario que se tendrá. Se pueden escribir muchos volúmenes del mismo diario, pero nunca muchos diarios. Los diarios pueden catalogarse por año, por lugar, etc. Y cada volumen nuevo que se abre sigue perteneciendo a la misma fuente.
El diario puede ser personal o literario. El personal carece de la pretensión de publicar. En cambio, el diario literario lleva intrínseca una pulsión de publicación. Lo hace aunque nunca se termine publicando.
El diario debe ser honesto. Si uno es honesto consigo mismo, el diario es lo más preciso que se puede decir sobre uno mismo. El diario no tiene personajes, no tiene máscaras. Y leer el diario de otro escritor es lo más cercano que se puede estar de ese escritor. Es difícil mentirle al diario. No se ficcionaliza el diario, se cuenta la propia vida, de lo contrario no es un diario, es otra cosa.
Las novelas, las autobiografías, los cuentos, los poemas, o cualquier otra cosa; y pienso en lo más parecido a un diario: las bitácoras o las cónicas de viaje, por ejemplo. Uno sabe que son géneros que tienen principio y tienen fin. El diario de viaje uno sabe que se acaba cuando se acaba el viaje. La novela se acaba cuando se pergeña su final. Y aunque una novela quede inconclusa, uno sabe que las inicia para ponerles algún día un final. Lo mismo ocurre con los poemas. El diario no. El diario, uno lo empieza a escribir sabiendo no va a poder consignar la propia muerte.
El diario salva lo que queremos salvar del mundo. Está presente en la mente del escritor todo el tiempo. Apenas se presencia o se descubre algo el escritor corre a anotarlo en su diario. Quiere guardar ese suceso lo más pronto posible de manera imborrable. Piensa: “Esta memoria, ahora, a partir de la escritura, pasa a estar a salvo”.
El diario puede contener otros artefactos dentro de sí. Se pueden guardar entradas de cine, poemas, partes de novelas, fotos, videos, afiches, etc. etc. No hay límite para lo que se puede consignar en el diario.
El diario no puede ser abandonado. Uno puede replegarse y no escribir por un tiempo. Puede entretenerse mientras tanto con novelas interminables, poemas inspirados o cuentos breves, pero al tiempo siempre desea volver al diario. Y si después de un tiempo nunca vuelve a retomarse, el diario se queda en ese cajón, en ese archivo latente del disco rígido, esperando, clamando por continuidad.
El diario es el único artefacto que se empieza a sabiendas de que no se va a terminar. No tiene un punto final. Una vez iniciado, el diario es una tarea que siempre queda abierta. Uno ya sabe que la propia vida no le alcanzará para terminarlo. Hay abandonos y retomes. El diario, de alguna manera, es como una promesa: es interminable, inacabable, inagotable. El diario es, acaso, por las características propias del artefacto, sempiterno.
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