Foto: Victoria Heath from Unsplash.com
De 1995 al 2001 me la pasé chateando con una chica que nunca conocí pero que para mí fue como una especie de “amiganovia”, aunque esa palabra no alcance a definir ni por asomo la relación que llegamos a tener ella y yo. Nos encontrábamos en esos canales de chat que había abierto el Grupo Clarín y que en determinado momento se hicieron muy conocidos. Quizá los abrieron como una forma de captar a un público joven que por entonces no sólo que no leía el diario, sino que buscaba con esas tecnologías ultramodernas abrir nuevos espacios donde conocer gente, conectarse con amigos que vivían lejos, salir de levante sin moverse de su casa, en fin: charlar; que es lo que venía a significar ese vocablo yanqui del que los jóvenes de entonces nos apropiamos de inmediato: el famoso “chat”. Quizá solamente querían investigar qué beneficios podían sacarle a esa nueva y fascinante manera de comunicarse. Quizá solamente querían experimentar.
En ese entonces yo tenía una novia a la que le encantaba salir de noche. Ninguno de los planes que yo le proponía: mirar pelis, reunión con amigos, camping, obra de teatro más cena; nada de eso le resultaba interesante. O mejor dicho, si alguna vez le resultaba interesante su interés decaía exponencialmente después de las diez de la noche. Era cuando entraba en vigencia su propio plan, que invariablemente consistía en ir a un boliche el viernes, otro el sábado y otro diferente el domingo. No había manera de que yo pudiera mantener ese tren de vida. Para mí era como subirme a un tren bala como esos que tienen en Japón. No sólo que el ticket era impagable, sino que me daba vértigo ver pasar los árboles tan de prisa. Estaba en mi etapa Taoísta. Quería dejar que la tinta decantara sola en el fondo de un vaso con agua cristalina. Pretendía que las cosas vinieran a mí, no quería ir a las cosas. Lo último que quería era subirme a un tren que iba a trescientos kilómetros por hora. Terminamos haciendo un pacto para los fines de semana en el que ella se iba con sus amigos al boliche y yo disponía de un tiempo solo para quedarme en casa a escribir o hacer lo que quisiera.
En aquél momento se daban los inicios del chat, los primeros esbozos de eso que después dio en llamarse “la virtualidad”. Porque absolutamente todo: Los “amigos virtuales”, los avatares, los nicknames, emoticones, emojis y hasta el remanido “sexo virtual”, todo eso salió de ahí; nació con ese invento maquiavélico que fue el chat. En el 95’ había salido el nuevo sistema operativo de Windows y yo me había comprado uno de esos aparatitos llamados módems, que eran unos dispositivos que permitían utilizar la línea telefónica para establecer comunicación con otra computadora, en este caso con un servidor y más precisamente con un servidor de chat online. Armado con mi flamante módem que se conectaba a velocidades de 56.600bps —lo cual entonces era un escándalo— empecé a dar mis primeros pasos en ese espacio unidimensional que es la virtualidad. Seguramente se preguntarán por qué digo espacio unidimensional si el espacio virtual, la nube, internet, o como quieran llamarla, no tiene ninguna de las tres dimensiones: alto, ancho y profundidad. Sin embargo sí tiene una dimensión que es constituyente del ser humano: el tiempo: la cuarta dimensión. El universo existe porque existe el tiempo. Y el chat, la llamada telefónica y la videoconferencia son las únicas comunicaciones que ocurren en tiempo real. Una es escrita, la otra oral y la tercera audiovisual. Conectan espacios diferentes durante el mismo instante de tiempo. Todo lo demás es diferido, tanto en el espacio como en el tiempo. Todo lo demás es una botella al mar.
Lo cierto es que con esas nuevas herramientas muy pronto me convertí en un experto del chat. Tanto, que la revista más prestigiosa de computación de entonces, PC Users, publicó un artículo mío de seis o siete páginas que fue nota de tapa en su Nº87 y que se llamó —como no podía ser de otra manera—: “Chat :)”. En esa nota yo contaba entre otras cosas las reglas de etiqueta que se debían mantener en cualquier conversación por chat. Cosas como que ESCRIBIR EN MAYUSCULAS equivalía a gritar, o lo importante que era mantener el mismo nickname para que los demás pudieran reconocerte. Lógicamente, si cambiabas tu nickname muy seguido nadie sabía quién eras porque la única identificación que existía en un modo escrito era el sobrenombre que te ponías. Incluso publiqué un listado de los emoticones más utilizados con sus respectivos significados. Combinaciones de signos como :-) equivalía a estar contento, :-( equivalía a estar triste, XD era reírse a carcajadas y ;-) era guiñar el ojo. También publiqué una lista de los acrónimos más utilizados, que estaban todos en inglés. Como internet, el chat también se había inventado en yanquilandia. Y cuando esos inventos llegaban acá ya venían embebidos de una cultura y formas de uso. En consecuencia, cuando acá se abrieron las primeras salas de chat, todo el mundo había naturalizado los acrónimos gringos y los utilizaba exactamente en el mismo sentido en que se utilizaban allá. Así acá teníamos un acrónimo como LOL, que en inglés significa Laughing Out Loud o Laugh Out Loud. Del que no supe si acá se sabía lo que quería decir eso, pero me daba cuenta de que cuando lo usaban querían significar que se estaban riendo muchísimo con lo que habías dicho. Y como se usaba o se entendía acá, lo mismo sucedía en París o en Berlín. Se había construido un argot que era propio del chat. Estaba en inglés, pero se usaba en cualquier país y en cualquier idioma, no sólo en inglés. Había cientos de acrónimos. OMG era Oh, My God. Y uno que me encanta, y que incluso está escrito en mi estado de Whatsapp de forma casi permanente, es WTF, el acrónimo de What The Fuck. Lo que me recuerda ahora, que con la llegada de Whatsapp se han empezado a utilizar algunos acrónimos en español. El más utilizado supongo que es LPMQLP. Pero no voy a explicarlo. Voy a dejar que lo resuelvan por ustedes mismos, aunque ya haya un champagne que lo usa como marca para destacarse.
Los fines de semana, después de visitar a mi novia, volvía a casa y me ponía a escribir o a corregir poemas hasta la madrugada. Pero no todos los fines de semana eran así de productivos. En algún momento tuve que sentirme aburrido porque comencé a conectarme a los canales de chat de Clarín. Cada canal tenía un tópico, un tema excluyente. Y cualquiera podía abrir un canal sobre cualquier tema o meterse a hablar en el canal que quisiese. Cuando un canal quedaba vacío el sistema automáticamente lo cerraba. Pero había canales tan concurridos que tenían gente chateando las 24 horas del día los siete días de la semana. Lo que hoy sería un servicio de atención al público 24×7. Entre los canales más famosos estaban #encuentros, #romance, #menos_de_30, #mas_de_30 y #amor_y_amistad, que era al que me gustaba conectarme.
Una noche chateé con una chica que usaba el sobrenombre <La_Rubia_Fogosa>. De entrada yo pensé que andaba de cacería o algo así porque la adjetivación en el apodo sugería eso. Aunque sólo esa vez usó el adjetivo. La mayoría de las veces que nos encontrábamos se presentaba como <La_Rubia>, así simple. Y una o dos veces —pero no mucho más que eso— también se me presentó como <La_Morocha>. De tal modo que yo no podía saber si era rubia o morocha o cómo era. Me causó muchísima más intriga días después, cuando empezó a contarme historias de su vida que, sin exagerar, llevaban el verosímil a una nueva definición. O más bien lo dejaban suspendido, como flotando y fundiéndose con la realidad a medida que se desvanecía lentamente como una bocanada de humo transparente en el aire. No puedo recordar si fue ella la que primero me mandó un privado o si fui yo quien la contactó. Lo cierto es que esa primera noche nos quedamos enganchados hasta muy entrada la madrugada. Tenía veinte años (casi como yo) y su edad no se condecía con la cantidad de lugares que mencionaba haber visitado. Sin embargo, cada vez que mencionaba un lugar daba la impresión de que no lo hacía para darse ínfulas con eso. Para nada. Siempre era una mención lateral, en respuesta a un comentario mío, una aclaración que echaba un poco más de luz sobre algo que yo había querido explicar. Por contar un episodio concreto: Una vez estábamos hablando de las diferencias entre el afuera y el adentro y de alguna manera mezclamos eso con El retrato de Dorian Gray y ella me contó que había estado frente a la puerta de la casa que Wilde tenía en Chelsea y que la encontraba bastante parecida a la descripción de la casa que aparecía en la novela y que eso era porque había vivido ahí mientras la escribía. Otro día, inmediatamente después de que ella me contara que en realidad se llamaba Dolores y que en la casa le decían Loly, yo le escribí en el chat el primer párrafo de Lolita. Le dije que me parecía uno de los mejores inicios de la historia de la literatura. Recordarán ustedes esas famosas palabras que suenan como una canción: “Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at three, on the teeth…”, etc., etc. Mientras yo lo tipeaba en mi teclado ella me iba escribiendo al mismo tiempo que su novio Juan Cruz le había leído ese mismo párrafo por teléfono un día en que ella estaba en París por trabajo. En consecuencia después había querido leer el libro. Eran situaciones que si de verdad las había vivido eran sumamente interesantes. Y si se las estaba inventando en vivo y en directo mientras yo le contaba algo, no sólo que lo ponía todo del revés sino que se volvía doblemente interesante para mí. Y lo más increíble de todo era que prácticamente habíamos estado leyendo la misma biblioteca, porque no había un libro que ella o yo hubiéramos mencionado que el otro no lo conociera o no lo hubiera leído ya. Nunca había tenido coincidencias de lecturas tan precisas con nadie.
A parte de las historias que contaba, me gustaba chatear con ella porque a diferencia de las demás personas con las que había hablado hasta el momento, ella utilizaba una sintaxis y gramática perfectas, tanto en inglés como en castellano. Usaba acentos. No se perdía con los tiempos verbales. Iniciaba las oraciones con mayúsculas y ponía comas y punto aparte. No usaba ningún tipo de jerga de la calle como sí hacían otros adolescentes. Tenía un conocimiento amplio del mundo, su geografía, historia, y sí, también le gustaban los libros. Se notaba que había sido educada en colegios privados de los más exclusivos.
A veces me preguntaba cómo debía ser ella. Yo no tenía idea porque una vez, casi al comienzo de nuestra relación, yo le había propuesto que si me pasaba una foto suya yo le pasaría la mía. Me respondió que eso podía ser complicado pero no me dijo por qué. Ella prefería mantener la relación en el estado casi anónimo en el que estábamos. Apenas si sabíamos nuestro primer nombre y una dirección de mail genérica que usábamos para coordinar los encuentros. Nada más sabíamos el uno del otro. Conocernos las caras, los apellidos, los datos de parientes y conocidos solamente transformaría la relación en menos verdadera. Contrario a lo que se pudiera pensar resultaba más fácil no mentir desde el anonimato. Me dijo que no podía decirme quién ni qué era, que si yo lo sabía se arruinaría todo.
Se me ocurrió que a lo mejor yo era víctima de un vil engaño. Después de todo yo no tenía idea de quién era ella. Hasta donde yo sabía ella podía ser él, podían incluso ser varios y no uno solo. En mis más afiebradas elucubraciones hasta podía ser que el Pentágono estuviese probando una IA (Artificial Intelligence) conmigo. A lo mejor yo era demasiado ingenuo y formaba parte de un grupo muy selecto al que obligaban a practicar un Test de Turing sin siquiera darme cuenta.
Me puse a pensar que a lo mejor lo del Test de Turing no era tan descabellado. Siempre los comentarios y anécdotas las iniciaba yo. Ella después ella tomaba algo de lo que yo había dicho y con una maestría singular me contaba una historia tirada de los pelos pero que a la vez nunca terminaba de romper el verosímil. Yo tomaba esa historia y la convertía después en un cuento, en un poema, en un intento de novela, y se lo pasaba por mail a ella. Ella después me contaba lo que más le había gustado de la historia que —en definitiva— habíamos contado entre los dos. Y así nos retroalimentábamos.
Durante años nuestra relación siguió como un pilar inamovible en medio de dos vidas cambiantes. Por mucho tiempo preferí no saber quién o qué era ella. Lo único que quería era que siguiéramos contándonos historias. Así de entretenido eran nuestros chats. Con el paso del tiempo cambié varios trabajos y hasta me peleé con mi novia mientras que ella seguía contándome de sus viajes, sus novios y sus amigas. Recién en el 2001 cambió todo de verdad; y fue muy repentino. ¿Pero a quién no le cambió un poco la vida en el 2001?
A inicios de septiembre del 2001 yo estaba bastante deprimido porque había perdido mi trabajo y también me había peleado con mi novia, que había empezado a celarme demasiado. Le escribí un mail pidiéndole que nos encontráramos en el chat, y cuando se presentó le dije lo que realmente estaba pensando. Le pregunté si podíamos vernos IRL (In Real Life). Ella ya tenía arreglado un viaje a New York que duraría unas cuantas semanas. Dijo que a la vuelta hablábamos. No pude menos que insistir, le dije que de verdad tenía muchas ganas de conocerla. Pero ella estaba muy entusiasmada con la idea del viaje porque conocía muchos, muchísmos lugares, pero nunca había estado en “La gran manzana”. Sobre todo quería subirse a los edificios más altos y almorzar o cenar ahí. Quería conocer el Edificio Chrysler, las Twin Towers, el Empire State, el 432 de Park Avenue y no sé cuántas cosas más.
Cuando cerré el chat tuve la plena seguridad de que había sido la última vez que hablábamos. Y realmente lo fue, pero por razones totalmente diferentes de las que yo imaginaba. Yo sabía que ella pensaba que si transponíamos nuestro vínculo, que había nacido en un dispositivo como el chat, e intentábamos llevarlo a la vida real, indefectiblemente íbamos a terminar pareciéndonos un poco a esos libros que nadie quiere llevarse de las mesas de saldos. Podíamos convertirnos en una mala traducción de una novela buenísima. De verdad pensé que a la vuelta de su viaje ella iba a terminar con todo. Pero una semana después sucedió lo de las Torres Gemelas allá en Estados Unidos. Y a pasar de que le escribí muchos mails pidiéndole que se aparezca por el chat, que me perdone, que yo no iba a seguir insistiendo con eso de vernos; ella no apareció. En el último mail hasta le agregué el garabato que le enviaba siempre al final de nuestras conversaciones. Era un dibujo de una pareja besándose hecho en código Aschii. Pero el servidor me devolvió siempre la misma respuesta: “Error 550: No Such User Here”.
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